30 de octubre de 2012

Almas grises


Un libro más, que ronda por una mesa. Lo cojo sin demasiada curiosidad. Ni el título ni el diseño de cubierta me atraen especialmente. Lo empiezo. Todo es efectivamente gris y tétrico. La trama central (el asesinato de una niña), la ambientación en una zona rural de Francia en plena primera guerra mundial y el estilo intemporal del autor, que realmente te hace dudar si la novela es de 2003 o de hace un siglo. Pero sigues leyendo, y ves que no solo es gris, sino ligera y brillante y afilada como el hielo, hasta que te encuentras atrapada sin poder evitarlo en la corriente de un río gélido del que no saldrás hasta que todo termine.

El milagro: bucear en un libro como en una cueva submarina donde se esconden todos los secretos, donde no sobra ni falta ni una coma, donde cada personaje es más cierto que cualquier ser que puedas tocar ahora mismo. Sería para hacer una fiesta si no fuera porque todo este alarde de sensibilidad y de ficción perfecta se centra en la soledad, en la muerte y en la miseria de la condición humana. Aún así, el milagro. No ocurre tan a menudo, la verdad.

Luego, al acabar, lees la contracubierta y te enteras de que Philippe Claudel ha ganado el presitigioso premio Renaudot con esta novela. Vives en España, y eso significa que desconfías instintivamente de los premios literarios, pero en este caso no te queda más remedio que asentir y agradecer la existencia del país vecino. Almas grises fluye como el agua y pesa como los muertos. Ni más ni menos, un milagro.   

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